Este es un post que me ha costado muchísimo escribir, tanto como 3 meses. Y esto ha sido por dos razones: la primera, es que durante este tiempo mi vida ha sido un tanto caótica, con bastantes idas y venidas, en las que siempre me faltaba tiempo, instrumentos y atrezzo tanto para cocinar como para fotografiar. La otra razón es que quería hacerlo bien, porque aunque siempre me había atraído, la cocina de Oriente Medio ha sido para mí una auténtica revelación en los últimos tiempos y me gustaría compartirlo con vosotros.
Pero vamos por partes.
Por razones personales durante los últimos meses he pasado mucho tiempo en una diminuta isla del Golfo Pérsico llamada Bahréin y lo primero que hay que hacer es situarlo en el mapa. Se trata de un pequeño reino musulmán unido por un puente a Arabia Saudí y muy cerca de Catar. Todo el país tiene una población inferior al millón y medio de habitantes, de los cuales, la mitad son extranjeros. Su capital es Manama, y puede que os suene porque allí se corre uno de los premios más importantes de Fórmula 1. A pesar de que al igual que sus países vecinos la economía de Baréin está fundamentalmente basada en el petróleo, la renta media es la más baja de todos los pequeños estados petroleros del golfo Pérsico, aunque Bahréin cada vez tiene una mayor repercusión en la economía del archipiélago, debido a su papel de plaza financiera internacional de gran actividad.
Y hecha esta breve introducción, vamos a lo nuestro, que es la cosa gastronómica.
En Bahréin, como en muchos países de la zona, existe una tradición culinaria común, y aunque las influencias y las historias gastronómicas de cada región son largas y diversas, un mismo plato en distintas versiones puede encontrarse en diferentes sitios con nombres iguales o prácticamente iguales, ya que muchos de estos países comparten lengua e historia.
Si quisiera intentar describir esta comida en dos líneas, diría que es una cocina de fuertes sabores, texturas y colores, de enorme delicadeza, que hace parecer insípida y aburrida a muchas otras. Y sin duda, es adictiva.
Es una gastronomía sana y honesta, que saca lo mejor de los productos que tiene, sin artificios ni adornos, manteniendo la materia prima lo más natural posible, y evitando deliberadamente técnicas de cocina complicadas o sofisticadas. Una cocina donde cada ingrediente tiene voz propia y se distingue claramente dentro del conjunto. No existen muchas reglas a la hora de componer los platos y en perfecta armonía se encuentran mezclas de dulce y salado, y frío y caliente, siempre con unas presentaciones exquisitamente cuidadas.
Ingredientes comunes y básicos como el ajo, el limón, el aceite de oliva, el cilantro fresco, la hierbabuena, la granada, el tahini, el yogur, las especias, el agua de azahar o de rosas, los quesos de cabra, etc. La fruta y la verdura fresca están muy presente en esta cocina: dulcísimas naranjas, pepinos crujientes, granadas enormes, higos, pistachos, variedades infinitas de hierbas aromáticas, etc., todo ello procedente de sencillas y fragantes huertas y cultivos, desde siglos antes de que las palabras “orgánico” o “sostenible” se hubieran hecho un hueco en nuestro vocabulario cotidiano.
La cultura y la tradición han sido vitales para hacer que cada plato haya pasado de generación en generación sin alteraciones significativas. La cocina sigue siendo el centro de la vida diaria y al igual que en nuestra cultura, es muy importante cocinar para la familia y los amigos, y toda celebración que se precie siempre gira en torno a una mesa repleta de delicias, en cantidades que darían de comer a medio planeta.
Dicho esto, hay que recordar que la aportación árabe a la cocina española es extraordinariamente rica. Muchas recetas de distintas regiones españolas son un testimonio de nuestra herencia cultural árabe, y así, entre los alimentos que los musulmanes introdujeron o popularizaron en España están la berenjena, la espinaca, el dátil, la caña de azúcar, el arroz, la canela, la miel, los frutos secos, el albaricoque o los cítricos. Hoy es fácil encontrar en nuestro país (eso sí, con resultados desiguales) platos tan típicos como los mezzes (aperitivos fríos o calientes que incluyen hummus, tabboule, falafel, samosas, o labaneh, entre otros), deliciosas y coloridas ensaladas como el fattoush, y platos principales como todo tipo de kebabs, aves o cordero. El baklava en sus mil variedades es el postre por excelencia.
Pero vamos por partes.
Por razones personales durante los últimos meses he pasado mucho tiempo en una diminuta isla del Golfo Pérsico llamada Bahréin y lo primero que hay que hacer es situarlo en el mapa. Se trata de un pequeño reino musulmán unido por un puente a Arabia Saudí y muy cerca de Catar. Todo el país tiene una población inferior al millón y medio de habitantes, de los cuales, la mitad son extranjeros. Su capital es Manama, y puede que os suene porque allí se corre uno de los premios más importantes de Fórmula 1. A pesar de que al igual que sus países vecinos la economía de Baréin está fundamentalmente basada en el petróleo, la renta media es la más baja de todos los pequeños estados petroleros del golfo Pérsico, aunque Bahréin cada vez tiene una mayor repercusión en la economía del archipiélago, debido a su papel de plaza financiera internacional de gran actividad.
Y hecha esta breve introducción, vamos a lo nuestro, que es la cosa gastronómica.
En Bahréin, como en muchos países de la zona, existe una tradición culinaria común, y aunque las influencias y las historias gastronómicas de cada región son largas y diversas, un mismo plato en distintas versiones puede encontrarse en diferentes sitios con nombres iguales o prácticamente iguales, ya que muchos de estos países comparten lengua e historia.
Si quisiera intentar describir esta comida en dos líneas, diría que es una cocina de fuertes sabores, texturas y colores, de enorme delicadeza, que hace parecer insípida y aburrida a muchas otras. Y sin duda, es adictiva.